Una gran película, por otra parte, por más que en ella destaque un Robin Williams entregado al histrionismo.

Esta historia, que me encanta, le ocurrió a alguien que los que me conocéis identificaréis, y si no preguntadme; no puedo decir su nombre aquí, pero es absolutamente cierta.

Ocurrió hace algunos años. Lugar: un parque animal, estilo Cabárceno, que iba a ser inaugurado en el Desierto de T abernas, Almería.
Mi amigo, llamémosle Andrés, se encontraba allí colaborando en los trabajos inaugurales y entabló cierta amistad con los que iban a ser encargados de mantenimiento, trabajadores que de ningún modo se encontraban cualificados para semejante puesto, pero los dueños del parque no estaban dispuestos a gastar mucho. De hecho, el lugar, antes incluso de ser inaugurado, era un verdadero desastre. Por ejemplo, las jirafas estuvieron a punto de morir porque les echaban la comida en el suelo. Cuando se dieron cuenta del fallo, estaban completamente raquíticas. También pretendieron ahorrar en la jaula de los diablos de Tasmania, que excavan largas distancias, por lo que su jaula debe ir protegida con fuertes barrotes de acero a varios metros bajo tierra. No lo hicieron, y a los pocos días había veinte de estos animalitos repartidos por todo el parque, y hoy moría una gacela Thompson, mañana una cebra bebé… Al final consiguieron atraparlos a todos, utilizando ultrasonidos para descubrir sus madrigueras.

Pero yo quería contar aquí otra anécdota.

El aciago día comenzó en el terrario:
¿Dónde están las tarántulas?
Ahí
Ahí ¿dónde?, no las veo
Ahí… Es que se entierran
¿Que se entierran? Aquí no hay tarántulas
Joooodeeeer
¡¿Y los escorpiones?!, ¡No están los escorpiones!
¡Ni la cascabel!
Estos animalitos no se escaparon en Laponia, ni Alaska o Siberia, no, fue en el desierto de Almería. Bien, perdidos quedaron para siempre. Pasemos un tupido velo, pero ya sabemos dónde hay que tener cuidado si algún día pasamos por allí.

Continuaba Andrés con Paco, desplazándose de unas instalaciones a otras, cuando decidieron atajar por el campo de avestruces. Andrés advirtió a Paco que fueran con cuidado ya que se trataba de animales peligrosos. Paco no le creyó, e hizo ademán de espantar a las aves y les dijo algo. De pronto, éstas se pusieron en una especie de formación. Andrés le rogó a Paco que las dejara en paz y se fueran de allí cuanto antes, pero Paco no le hizo caso y continuó gritándoles. De pronto, el avestruz supuestamente jefe se acercó lentamente a Paco, hasta encontrarse justo en frente de él, y lo desafió con la mirada, las cabezas a la misma altura. A Paco no se le ocurrió otra cosa que espantarlo con la mano. El avestruz cogió inercia y le dio un picotazo en toda la cabeza. Paco se desmayó en el acto. Andrés consiguió reanimarlo, pero Paco tenía una buena brecha. Le vendó la cabeza como pudo con una camiseta. Posteriormente, Paco recibiría veinte puntos de sutura y el médico le dijo que había estado a pocos milímetros de haberle atravesado completamente el cráneo. Cuando se incorporaron, los avestruces, que se habían alejado un poco, comenzaron a perseguirlos y ellos echaron a correr. Viendo que los alcanzaban, decidieron tirarse por un barranco. En la caída recibieron contusiones varias, pero los avestruces afortunadamente detuvieron la persecución.

Decidieron volver de inmediato a la zona de edificios. Cuando llevaban poco tiempo caminando, tras ellos oyeron un fuerte ruido, muy extraño, toctoctoctoc, toctoctoctoc. No querían mirar, no sabían bien en qué terreno estaban y habían oído que el animal más peligroso del parque era el hipopótamo, y que si éste alguna vez te atacaba nunca lo debías mirar de frente. El sonido continuaba, y al final no pudieron evitar mirar de reojillo. Se trataba de un búfalo, y el sonido que oían era similar al que hacen los toros con las pezuñas antes de embestir, solo que en los búfalos, como les contaron después, sonaba de aquella manera tan característica. Echaron a correr de nuevo y se libraron in extremis, colándose por una valla. Justo en ese momento recibieron una llamada de teléfono. Era Encarni, la encargada de la cafetería, les llamaba llorando, que estaba escondida en la cámara frigorífica, porque los monos habían tomado la cafetería.

Se dirigieron a la cafetería, y efectivamente, allí estaban los mandriles. La imagen era catastrófica. Había una de esas lámparas colgantes, que imitan medieval, ésas de velas, y un mono se columpiaba en ella de un lado a otro. Había monos encima de la barra y sobre todo por detrás, y se veían alimentos y bolsas volando por aires. La cabeza de una Encarni sollozante asomaba tras la puerta de la cámara frigorífica. Le dijeron que no se preocupase, que iban a llamar a Manolo el de seguridad.
En ese momento, volvieron la cabeza y vieron a Manolo, obeso como él sólo, corriendo a toda velocidad y entonces supieron que algo no iba bien. En efecto, tras Manolo corría el hipopótamo. Manolo, en su infinita sabiduría, se había dedicado a chinchar al animal día tras día, y éste, hasta sus salvajes narices, había roto la valla en un arrebato. Manolo, corriendo con todas sus ganas, cerró otra valla tras de sí, de acero de varios centímetros de grosor, y el hipopótamo la levantó por los aires como si nada, tan sólo con el impulso que llevaba. Andrés y Paco no podían hacer nada por él, pensaron que lo mataba, sobre todo cuando se cayó, pero al final Manolo logró levantarse y colarse en unas casetas, y el animal se despistó.

Andrés, al que por cierto le encanta «Jurasic Park» desde entonces, dice que nunca ha deseado que pase más rápido el tiempo como los pocos días que le quedaban por estar allí antes de que finalizase su contrato.