En nuestro inexorable camino hacia la conversión en pequeño burgueses, hemos dado un paso adelante: hemos contratado una asistenta. Sí, señor. Ha costado, pero estamos más que felices con la decisión. Mi primera asistenta, chispas. Ahora seré de ésos que dicen con tonillo sabelotodo “es el dinero mejor invertido”, o “si eso te lo gastas en tres cañas a largo de la semana”. Sí, claro, pero tres cañas que me quito de la boca, pensaba yo; aunque es verdad, merece la pena.
Llevábamos un par de meses con los turnos de limpieza revueltos. Es lo que tiene la flexibilidad, que cuando menos te lo esperas se convierte en caos. Hoy no me apetece a mí, mañana tú no puedes, te cambio la cocina por el baño pero la semana que viene, y la casa por barrer, nunca mejor dicho. De esta manera A, que sin saber cómo se había cargado el grueso del trabajo, empezaba a estar de morros. Así que, ante el riesgo de acabar en crisis doméstica generalizada, creo que tomamos a tiempo la decisión correcta. Y qué gusto, oye, no tener que limpiar más el baño o la campana de la cocina. Ya sólo hay que limitarse al mantenimiento, cosa que siempre hemos hecho sin esfuerzo.
Es marroquí la señora, con su cabeza cubierta y todo, y me ha comentado la amiga que nos la recomendó que por eso tiene menos trabajo. A mí eso me da igual, con que limpie, que es para lo que le pagamos, me vale. Sí tiene ciertas costumbres a las que te tienes que adaptar, como que no te puede saludar (los dos besos) si están los hombres delante, y supongo que otras de las que no me he enterado bien. Ésta todavía no se ha dado cuenta del rollo que hay en mi casa (pareja de chicos y chica aparte, lesbiana además), porque si lo supiera le daría un pasmo, seguro, pero ya procuraremos nosotros que no lo pille. La queremos conservar, a toda costa, porque es la caña. Un maquinón.
Nos dimos cuenta el primer día, cuando descubrimos, ligeramente aterrados, que había desmontado la mampara de la ducha para limpiar bien los filitos. Siempre me mandan a mí a que le diga las cosas. Le hice saber que eso no era necesario. Estábamos mosqueados porque pensábamos que hacía estas cosas de entretenerse en tonterías para que pasara la hora, pero al vernos la cara ya se encargó ella, de la que empiezo a sospechar que adivina el pensamiento, de decirnos que cada día dedicaría un rato a un área concreta de la casa en más profundidad, sin dejar de hacer el resto. Así, descubrimos su gran afición y habilidad: ORDENAR. Va armario por armario, limpiándolos como nunca se han limpiado y colocando todo lo que hay dentro de una manera de la que sólo ella entiende la lógica. Algo nos indica que la tiene, porque el resultado final siempre es sorprendentemente armonioso, pero no sabemos cómo lo consigue. Lo que pasa es que lo deja todo tan tan limpio que no nos atrevemos a decirle nada. Tooodos los botes de la limpieza colocados como si fueran a estar en un escaparate. Increíble. Eso sí, para su frustración, le hemos prohibido que limpie la estantería donde están los muñequitos de cómic.
El primer día, después de que se fuera, nos dedicamos los tres a recorrer la casa, como si antes nunca hubiésemos pasado por allí, flipados: “miiira, el microondas por dentro”. Y conste que nuestra casa siempre ha estado razonablemente limpia y ordenada (la más de todas en las que he vivido), pero esto supera los límites de la normalidad.
El otro día, pasé por casa de la amiga que me la recomendó. Salí a la terraza y parecía otra, las macetas colocadas de una manera totalmente distinta, y mejor. Sólo dije: “Ha estado aquí, ¿verdad?”. “”, respondió ella, satisfecha.
Hemos concluido que la señora tiene una capacidad espacial más desarrollada que el resto de los mortales y le da desahogo por ahí.
Por todo esto, y porque posee una fuerza descomunal para su peso y altura, la hemos apodado “Limpieitor”. Que dure, que dure, por favor, y no nos salga rana.